Alma Delia Murillo
09/02/2013 - 12:00 am
México: el dolor sordo
No soy analista política pero estoy viva y vivo en México. Intenté, con todo mi corazón, sustraerme de los acontecimientos de los últimos días pero fue precisamente mi corazón lo que me llevó, sin remedio, a estrellarme con ellos. Creo que hay algo muy fino pero fundamental que está roto en el alma de los […]
No soy analista política pero estoy viva y vivo en México. Intenté, con todo mi corazón, sustraerme de los acontecimientos de los últimos días pero fue precisamente mi corazón lo que me llevó, sin remedio, a estrellarme con ellos.
Creo que hay algo muy fino pero fundamental que está roto en el alma de los mexicanos. De todos nosotros: los políticos los primeros pero también los periodistas, los funcionarios públicos, los ciudadanos en general. ¿Será normal que se anteponga la desconfianza al dolor? No lo sé, pero ese es el patrón en México desde hace varios años. Ocurre que las tragedias ya no son tragedias, ya no tienen ese peso, ya no nos obligan a detenernos a llorar, a salir a gritar a las calles y desgarrarnos las vestiduras como debería dictar la emoción de cualquiera que se precie de llevar encima el peso completo de la condición humana. Por eso digo que algo muy profundo está roto.
En un cortísimo período de cinco días sucedieron dos eventos terribles: la explosión en la Torre de Pemex que mató a 37 personas y dejó a otras heridas. El para siempre después de la muerte de otro es espantoso. El vacío, el dolor, la rabia, rehacer la cotidianidad aunque levantarse cada día sea una tortura miserable. Y aunque la muerte no llegue, hay accidentes que rompen familias enteras, vidas enteras, accidentes que marcan también para siempre.
Nada de ello se redime con disculpas públicas, ni con gritos y sombrerazos entre legisladores, periodistas y partidos políticos. La densidad de las tragedias no es material ni racional, no se traga y se digiere una muerte con teorías o cuestionamientos ni con leyes de víctimas que cuantifican para compensar las pérdidas. Mucho menos con el decreto de un duelo nacional. Muchísimo menos si quien decreta es el mexicano al que menos le creemos, la persona que una y otra vez muestra su ignorancia, el recién llegado presidente que exhibe a destajo la burda y limitada capacidad de sus entendederas.
Si Enrique Peña Nieto decretaba duelo nacional y al mismo tiempo descansaba en la playa de Punta Mita, debimos ir tras él como una horda enloquecida hasta alcanzarlo y arrancarle los ojos, o al menos intentarlo. Eso daría cuenta de una sociedad más sana, más viva y con más esperanza. Lo digo muy en serio. Sería la reacción trágica que correspondería a las dimensiones de esa transgresión y, tal vez con el tiempo, traería un poco de sano equilibrio cósmico que nos permitiría reconstruirnos de algún modo. Pero no, nos quedamos a sostener esta nota grave y sorda en la que vibramos desde hace décadas: un poco molestos, un poco desencantados pero no lo suficiente para ir más allá de una queja, de un tuit enojoso o una reflexión incendiaria en Facebook. (Me incluyo, no estoy señalando sin señalarme. Nos observo. Nos miro)
¿Qué escribirían Sófocles o Shakespeare si vivieran en México ahora?
Días después nos enteramos de que un grupo de mujeres españolas fueron violadas en Guerrero. Nos quedamos boquiabiertos ante la respuesta infame del alcalde de Acapulco, Luis Walton. Mi reacción inmediata fue el silencio. Un silencio vergonzoso. Silencio necesario para asimilar que es real, que existe semejante torpeza y un espíritu tan bajo. Existe y está a cargo de un municipio de este país. De este, nuestro país.
Y allá vamos de nuevo: enojo, frases airadas, desaprobación a lo que Walton dijo pero nada más. No sé si alguna vez podremos aspirar a que los funcionarios públicos muestren un poco de honorabilidad. A que los mexicanos en general lo hagamos. Nos quedamos esperando la solicitud de perdón que Felipe Calderón le debe a miles de deudos, la renuncia de una lista interminable de gobernadores, nos quedamos esperando la retirada digna de un montón de personajes que lo único honroso que podrían hacer es desaparecer de la vida pública. Nos quedamos esperando pero no lo provocamos. Recuerdo el caso del presidente de Corea, Roh Moo-hyun, quien se suicidó en el 2009 tirándose a un barranco al ser descubierto en su participación en una serie de sobornos. La nota que dejó comenzaba diciendo: “Estoy en deuda con mucha gente, el dolor que les he causado es muy grande…”. Eso –y lo que voy a afirmar es tristísimo– no ocurriría nunca en este México.
Ambos sucesos, la explosión y el ataque sexual, paralizarían a una nación entera, pero no a la nuestra. Aquí seguimos y seguimos y seguimos. La resistencia es nuestra mejor virtud pero también nuestro defecto trágico. Nosotros aguantamos. Aguantamos hasta la desesperación. Hasta lo indecible.
Yo no tengo hipótesis ni la inteligencia para elucubrar teorías sobre lo que pasó en Pemex pero, igual que todos, no me creo la explicación de la acumulación de gases. No me la creo por principio, porque desde que nací he visto funcionarios públicos corruptos y mentirosos saqueando a mi país. No confío en ellos y quién podría culparme. Sé que ese sentimiento lo compartimos todos. Lo que llama poderosamente mi atención es la reacción emocional colectiva tan tibia y gris, la empatía con el dolor como prioridad última. Empezando por Enrique Peña Nieto y Luis Walton pero siguiendo con nosotros, para muestra un botón: algunos tuiteros se fueron derechito a las bromas y chistes fáciles alrededor de estos eventos, otros nos indignamos en 140 caracteres. Pero nada más. Nada más.
Insisto: ¿es normal?, ¿qué nos está pasando?
Y aclaro que no los estoy llamando a amotinarnos, sólo me detengo a preguntar. Acaso me atrevo a invitarnos a sentir. Para empezar.
Como siempre digo, será que tal vez duele tanto que ya no duele. O será que tal vez ya pasamos el umbral de lo humano a lo no sé qué. O serán signos y fisuras contundentes de lo insostenible que resulta la sociedad que, entre todos, hemos construido.
@AlmitaDelia
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